Por Boaventura de Sousa Santos
1 Marzo 2021
Aun cuando la muerte no ha llamado a la puerta, la pandemia del nuevo coronavirus ha colado en cada hogar un insidioso soplo de inseguridad, de colapso de las rutinas más triviales, de un futuro con muchos túneles y pocas luces. La paradoja es que la pandemia ha revelado dramáticamente la fragilidad de la vida humana en vísperas de que la humanidad exhiba su inmenso potencial para transformar la vida por medios tecnológicos, la llamada cuarta revolución industrial, la revolución de la inteligencia artificial. La pandemia está siendo un drama global, pero la fragilización efectiva que produce está siendo muy selectiva. Ha afectado principalmente a las poblaciones ya vulnerabilizadas por pandemias anteriores de las que han sido víctimas durante décadas e incluso siglos: las pandemias de la pobreza, del hambre, del desempleo, de la falta de acceso a la salud y a la vivienda, de la discriminación racial y sexual, de la brutalidad policial.
Lo más grave es que antes de la pandemia el malestar de la gran mayoría de la población ya era grande y dominaba las conversaciones, las noticias y llegaba al discurso político en dos formas de vocación antisistémica: las protestas en las calles y el crecimiento de la extrema derecha. La pandemia ha añadido nuevo dramatismo a las incertidumbres de nuestro futuro. La ideología dominante desde los años 1980 de que “no hay alternativa” parece ahora transformada en una idea suicida.
La COVID-19 permanecerá con nosotros durante muchos años. Vamos a entrar en un periodo de pandemia intermitente cuyas características precisas están por definirse. El juego entre nuestro sistema inmunológico y las mutaciones del virus no tiene reglas muy claras y, por tanto, tendremos que vivir con inseguridad por muy emocionantes que sean los avances de la medicina moderna y de las vacunas. Sabemos pocas cosas con alguna certeza. Sabemos que la recurrencia de pandemias estará relacionada con el modelo de desarrollo y de consumo dominantes, con el cambio climático, la contaminación de los ríos, la destrucción de los bosques. Sabemos que la fase aguda de esta pandemia (posibilidad de contaminación grave) no terminará hasta que el 60%-70% de la población mundial esté inmunizada. Sabemos que el aumento exponencial de las desigualdades sociales dentro de cada país y entre países, y el hecho de que la gran industria farmacéutica (la Big Pharma) no quiera ceder los derechos de patentes (las vacunas pueden ser el nuevo oro líquido), harán más difícil esa tarea. Sabemos que las políticas de Estado y el comportamiento de los ciudadanos son decisivos. El mayor o menor éxito depende de la combinación específica de vigilancia epidemiológica, reducción del contagio a través de cuarentenas, eficacia de la retaguardia hospitalaria, atención a las vulnerabilidades especiales. Los errores y las negligencias han resultado en gerontocidio y otras formas de darwinismo social contra poblaciones empobrecidas o discriminadas por razones étnico-raciales o religiosas. Sabemos finalmente que el mundo europeo (y norteamericano) mostró en esta pandemia la misma arrogancia con la que trató al mundo no europeo en los últimos cinco siglos. Como todo el conocimiento técnico proviene supuestamente del mundo occidental, no fue posible aprender de los chinos cuando estos mostraron cómo lidiar mejor con el virus. Mucho antes de que los europeos se dieran cuenta de la importancia de la mascarilla, China ya había hecho obligatorio su uso. Y actualmente, la geoestrategia de las vacunas de la Big Pharma pretende mostrar la superioridad de la “ciencia occidental” sobre las vacunas procedentes de otros espacios con consecuencias, por ahora, imprevisibles.
Ante esto, se perfilan tres escenarios: fuga, gatopardismo, transición civilizatoria. La fuga es la alternativa propuesta por los superricos. Como el mundo está volviéndose un lugar demasiado peligroso debido a las pandemias, la contaminación, el cambio climático, la amenaza de una guerra nuclear, la protesta social y la criminalidad, proponen mudarse al planeta Marte, construir ciudades/colonias espaciales o preparar suntuosos búnkeres. Como este futurismo anarcocapitalista está fuera del alcance de los ciudadanos comunes (99,9% de la humanidad), no debemos perder el tiempo con él.
El gatopardismo (de la novela Il Gattopardo, de di Lampedusa, 1958) consiste en cambios sectoriales en nuestras sociedades para que nada cambie en lo esencial. Los editoriales del Financial Times han sido una buena guía de gatopardismo. En los primeros meses de la pandemia advertían: “El virus revela la fragilidad del contrato social: se necesitan reformas radicales para construir un mundo que funcione para todos” (4-4-2020). Proponen un papel más activo del Estado en la regulación de la economía y un mayor peso de las políticas sociales (salud, educación, pensiones, infraestructuras) que caracterizaron a la socialdemocracia europea. Las propuestas son importantes, representan el fin del neoliberalismo y merecen ser acogidas, pero no creo que puedan, por sí solas, contribuir a prevenir la recurrencia de pandemias en el futuro. No proponen ningún cambio en la matriz productiva, en los hábitos de consumo, en los ritmos y formas de sociabilidad.
La tercera alternativa se basa en la idea de que el modelo de civilización vigente desde el siglo XVI está llegando a su límite. Sus marcas más distintivas –naturaleza concebida como recurso incondicionalmente disponible, glorificación de la propiedad privada, progreso entendido como forma lineal de desarrollo y como legitimación del colonialismo, mercantilización de falsas mercancías (trabajo, tierra, conocimiento), acumulación infinita de riqueza– están siendo disfuncionales y ponen en peligro la supervivencia misma de nuestra especie. Después de todo, la vida humana es solo el 0,01% de la vida total del planeta y aun así se arroga el derecho a eliminar las otras especies. El nuevo coronavirus y los que vendrán después deben interpretarse como advertencias y mensajes de la naturaleza herida e impaciente. La única respuesta humana sensata es escuchar y empezar a cambiar. El proceso de cambio llevará muchas décadas, pero debe comenzar ahora. Las principales dimensiones son las siguientes. La naturaleza no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la naturaleza. No hay derechos humanos sin deberes humanos. La ciencia es un conocimiento válido, pero hay otros conocimientos válidos. Para respetar la diversidad humana (racial, sexual, religiosa, de capacidades) es necesario celebrar la diferencia y rechazar la jerarquía entre los diferentes.
Hay progresos, pero no hay Progreso. El crecimiento económico infinito, la mercantilización de los bienes esenciales (agua, por ejemplo), el capital financiero no regulado y la obsolescencia programada de los bienes de consumo son todos ellos potenciadores de crímenes de lesa humanidad y de lesa naturaleza. La propiedad individual debe respetarse en la medida en que respete los bienes comunes locales, nacionales y de la humanidad, y los bienes públicos como la salud, la educación y la renta básica universal. Las economías no capitalistas (populares, cooperativas, solidarias) deben estar tan protegidas como la economía capitalista. La economía fósil basada en el petróleo y en el gas natural tiene los días contados. Se requiere un nuevo equilibrio entre el mundo rural y el mundo urbano. Después de todo, desde hace siglos nos hemos refugiado en el campo para escapar de las pandemias. No habrá futuro compartido sin el derecho de los vencidos del pasado a la memoria y a la historia y sin la reparación por las atrocidades y saqueos cometidos por los vencedores de la historia.
La democracia liberal es al ideal de democracia lo que el PIB es a la felicidad de los pueblos. Es importante pero no suficiente y puede inducir a error. De ahora en adelante, democratizar nuestras sociedades significa: desmercantilizar, descolonizar y despatriarcalizar. Las palabras son feas solo porque es fea la realidad con la que ellas quieren terminar.
publicado en http://www.other-news.info/noticias/
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Artículo enviado a Other News por el autor
(Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez)