Reproducción del artículo publicado en Plaza Pública el 2 de julio de 2019. La imagen que lo acompaña es propiedad Plaza Pública.
El 21 de junio, la jueza Claudette Domínguez, del Tribunal de Mayor Riesgo «A», dejó en libertad a seis de los expatrulleros de Autodefensa Civil acusados como autores materiales de delitos contra deberes de la humanidad y de violación sexual contra 36 mujeres mayas achi. Argumentó que no se había podido demostrar su participación.
Algunas veces me pregunto cómo la justicia puede ser tan parcial y cómo algunas juezas, siendo mujeres, madres o abuelas, pueden ser tan arbitrarias e insensibles al indultar a auténticos violadores en serie y no estremecerse frente a las historias y los relatos de mujeres que han vivido y padecido semejante vejación y que, tras más de 30 años, han decidido hablar para que se haga justicia y que esos hechos no le vuelvan a ocurrir a ninguna mujer en ningún sitio del mundo.
Yo me pregunto a qué grado de insensibilidad y de enajenamiento, o simplemente de cinismo, puede llegar una jueza mujer para negar los hechos o dejar en libertad a esos asesinos y violadores en serie sin tener en cuenta la vida y el testimonio de 36 mujeres que fueron víctimas y testigos de sus violadores y, en muchos casos, de la desaparición o el asesinato de sus maridos e hijas.
De la historia trágica de estas 36 mujeres mayas achi, relatada con serenidad, coherencia y distancia, algunas veces con rabia e incomprensión por lo sucedido y en todas ellas con mucho dolor, sufrimiento, miedo y soledad o silencio, se desprende una lección de vida que no debemos olvidar nunca como seres humanos ni como mujeres. Es la fuerza y perseverancia de estas mujeres que después de 20 o 30 años recuerdan los hechos traumáticos de una forma nítida, coherente y sosegada, como si hubieran sucedido ayer, pero con un dolor anímico y sufrimiento que sigue patente en las secuelas físicas y psicológicas que les dejaron en sus cuerpos, que marcaron para siempre sus vidas y que a muchas de ellas les truncó su existencia por la muerte o desaparición de sus esposos, de sus hijos, o por la desaparición de alguno de sus familiares, hermanos, padres o madres.
Sin embargo, lo más brutal fue que quedaron marcadas para toda la vida y estigmatizadas en sus comunidades por el hecho de haber sido violadas sistemática y públicamente, bajo amenazas y burlas, por el simple hecho de ser indígenas, de ser viudas, de no saber español, de vivir en aldeas alejadas, o por ser esposas o madres de un supuesto guerrillero.
En muchos casos, quedar embarazadas por sus agresores es un acto de profanación, de dominio, de subyugación. En algunas ocasiones abortaron a causa de los golpes recibidos. En otras tuvieron hijos de sus violadores. Y, para colmo, en ocasiones tuvieron que seguir viviendo con sus violadores y agresores en sus pueblos y aguantando sus risas y burlas cómplices durante más de 30 años. Todos ellos son actos de una crueldad infinita.
Lo más brutal fue que quedaron marcadas para toda la vida y estigmatizadas en sus comunidades por el hecho de haber sido violadas sistemática y públicamente.
La historia de estas mujeres, que tuvieron que guardar silencio durante mucho tiempo en sus caseríos y aldeas, que no pudieron contárselo a nadie para no ser estigmatizadas por la familia o la comunidad o que debieron huir al monte para sobrevivir o proteger a sus hijos, o a la capital para poder proporcionar a sus hijos lo mínimo para vivir, es una heroicidad e indica mucha valentía y mucho sufrimiento, que dicen y repiten, una y otra vez, lo mucho que han padecido y la huella que dejó en sus cuerpos y en sus vidas no solo esa profanación, sino también el haber tenido que vivirlo en silencio y en soledad.
Tan brutal debió de ser el impacto en sus vidas que algunas de ellas, cuando les preguntan por su profesión, responden «enferma, enferma del alma y del cuerpo», y, cuando terminan de narrar su historia y les preguntan por qué han venido a declarar, la mayoría de ellas contestan «por lo mucho que he sufrido», «porque me duele el alma», «por todo lo que viví», «porque me ha dolido mucho lo que pasó»… En definitiva, responden: «Porque se me parte el corazón».
¿Cómo recuerdan esos hechos estas mujeres mayas achi que nunca habían salido de su comunidad? Muchas de ellas lo narran como un antes y un después: cuando muestran lo felices que eran en sus casas con sus maridos e hijos, en el campo, sembrando o haciendo trabajos de la casa, y cómo todo desapareció y sus vidas cambiaron por completo sin saber por qué o qué sucedió.
Recuerdan con una mezcla de sentimientos encontrados (dolor, tristeza miedo, vergüenza y rabia), pero sobre todo con un enorme desconcierto e incomprensión de lo que les sucedió, sin poder explicarse qué mal hicieron, por qué fueron objeto de esos abusos y ultrajes, por qué fueron violadas en público y en manada, qué hicieron ellas o sus maridos para merecer ese trato y, sobre todo, por qué se permitió este abuso físico y sexual y por qué hasta el momento nadie les ha dado una explicación ni se ha juzgado a los responsables de estos hechos, que en ocasiones son vecinos o conocidos. No se explican por qué no han pagado su culpa y siguen en el pueblo burlándose de ellas o amedrentándolas. Todas ellas piden justicia y que se castigue a los culpables:
Por el daño que
sufrimos.
Por el dolor que me causaron.
Por la muerte de mi esposo, de mi hijita.
Por la vergüenza que me causaron.
Porque violentaron sus cuerpos y profanaron su hogar y el de sus hijos, porque les destrozaron la vida para siempre o simple y llanamente porque les quitaron las ganas de vivir, la alegría y la salud, y porque desde entonces, cuando se les pregunta cuál es su profesión, declaran que son:
Enfermas de tristeza y de
soledad.
Enfermas de miedo y de angustia.
Enfermas de susto y de desesperanza.
Enfermas de sufrir tantos años en silencio.
Enfermas porque les truncaron su vida cotidiana y sus anhelos. Enfermas de falta de una explicación de lo que sucedió ni de que nadie les dé un resarcimiento material, ni siquiera moral, por el daño que han sufrido. Todas estas personas piden justicia, que se castigue a los culpables, que se les devuelvan los pocos bienes que poseían (sus casas, su yunta de bueyes, sus animales, sus siembras), ya que a sus esposos, hijos y familiares ya nadie se los puede devolver, y el trauma y la huella que los violadores dejaron en sus cuerpos y en su alma ya nadie se los podrá quitar de la mente y de sus corazones, de sus recuerdos y de su memoria, como tampoco nadie les podrá quitar el dolor de sus cuerpos destrozados y profanados.
La valentía de estas mujeres debe servirnos de ejemplo y obligarnos, a todas las mujeres guatemaltecas y del mundo entero, a exigir justicia y castigos más severos para los perpetradores de estas violaciones sexuales, así como a exigir que nunca más se vuelvan a repetir estos hechos.
El ejemplo de valentía y de perseverancia de estas mujeres al ser capaces de denunciar estas atrocidades, estos hechos incomprensibles, después de 20 años de silencio, dolor, miedo, soledad y sufrimiento, debe servirnos para repetir, como una de las vulneradas: «¡Pido justicia porque nos echaron a perder nuestras vidas! ¡No nos tuvieron ni lástima!».